
Ciencia y Educación
(L-ISSN: 2790-8402 E-ISSN: 2707-3378)
Vol. 6 No. 9.2
Edición Especial III 2025
Página 316
en los últimos años como componente
fundamental de la educación integral,
especialmente en el abordaje de la diversidad
dentro de las aulas escolares. Estas habilidades
incluyen, entre otras, la conciencia emocional,
la autorregulación, la empatía, las habilidades
sociales y la toma de decisiones responsables,
todas ellas esenciales para establecer relaciones
interpersonales saludables y una convivencia
armónica (CASEL, 2020). En el caso de los
niños con Trastorno del Espectro Autista
(TEA), el desarrollo de estas competencias
representa un desafío mayor debido a las
alteraciones neurológicas que afectan la
interpretación de señales sociales, la
comprensión de emociones propias y ajenas, así
como la respuesta adaptativa ante diversos
estímulos sociales (Baron et al., 2000). Por ello,
resulta crucial implementar estrategias
pedagógicas que prioricen el aprendizaje
emocional desde una perspectiva inclusiva y
adaptada.
El TEA se caracteriza por un conjunto de
alteraciones del neurodesarrollo que incluyen,
entre sus principales síntomas, dificultades en la
comunicación social recíproca, patrones de
comportamiento repetitivos y resistencia al
cambio. Estas particularidades pueden
dificultar el desempeño en contextos escolares
convencionales, donde la interacción grupal y la
flexibilidad son elementos centrales del
aprendizaje (American Psychiatric Association,
2013). Para mejorar la adaptación de estos
estudiantes y propiciar su inclusión educativa,
es necesario desarrollar prácticas pedagógicas
que promuevan entornos seguros, predecibles y
estructurados, donde las emociones puedan ser
expresadas, comprendidas y canalizadas de
manera funcional (García et al., 2020). En este
contexto, las actividades físicas dirigidas, y
particularmente los juegos cooperativos,
emergen como una oportunidad metodológica
para atender estas necesidades desde una
dimensión lúdica y social. Los juegos
cooperativos se fundamentan en principios
como la interdependencia positiva, la
participación equitativa, la inclusión activa y el
logro de metas comunes, en contraposición a los
juegos competitivos que tienden a generar
exclusión y rivalidad (Orlick, 2006). En este
tipo de dinámicas, el énfasis no se coloca en el
rendimiento individual, sino en la colaboración,
el respeto mutuo y la resolución conjunta de
problemas. Esta lógica resulta especialmente
favorable para el trabajo con niños con TEA, ya
que permite establecer un entorno de baja
presión, donde las interacciones pueden ser
mediadas y las reglas del juego estructuradas
previamente con apoyos visuales y
acompañamiento adulto. Además, los juegos
cooperativos estimulan el desarrollo de la
empatía, el reconocimiento de emociones y la
necesidad de atender al otro como parte del
equipo, aspectos que suelen estar
comprometidos en esta población (Bauminger
et al., 2013).
Desde la perspectiva neuropsicológica, el juego
se reconoce como una actividad natural del
desarrollo infantil, a través de la cual los niños
exploran el mundo, experimentan emociones,
elaboran conflictos internos y desarrollan
habilidades cognitivas, sociales y afectivas. En
los niños con TEA, cuyo acceso a la
simbolización y a la interacción espontánea está
limitado, los juegos estructurados pueden servir
como puentes hacia el mundo social (Ayres,
2005). Estos juegos, organizados con criterios
terapéuticos y educativos, permiten a los
docentes trabajar la comunicación funcional, la
autorregulación emocional y la tolerancia a la
frustración en un entorno lúdico. Pan et al.
(2011) afirman que, al incorporar el
movimiento corporal y las dinámicas grupales,
los juegos cooperativos activan mecanismos