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desempeñarse como parte activa de un grupo,
demostrando disposición para ayudar, resolver
conflictos sin intervención externa y celebrar
logros colectivos. Esta transformación
relacional representa un paso clave en los
procesos de inclusión real, donde la
participación del niño con TEA no se limita a
estar presente, sino a ser reconocido como
sujeto activo dentro del entramado social del
aula.
En la dimensión del reconocimiento emocional,
los resultados también fueron notoriamente
positivos. Con una mejora promedio de 11,67
puntos, se evidenció que los estudiantes
desarrollaron una mayor capacidad para
identificar sus propias emociones y las de sus
compañeros, interpretar señales no verbales
como gestos, posturas y entonaciones, y
expresar de manera más clara su estado afectivo
durante las actividades. Esta evolución es
relevante porque el reconocimiento emocional
es considerado un prerrequisito para el
desarrollo de la empatía, la regulación
emocional y la conducta prosocial (Goleman,
1996). Las actividades del programa, al integrar
dinámicas de expresión corporal, juegos
simbólicos y momentos de reflexión grupal,
facilitaron que los niños aprendieran a leer las
emociones en los demás y a responder con
mayor pertinencia a las exigencias afectivas del
entorno. Tal como señala García-Pérez et al.
(2021), cuando se brinda un entorno lúdico y
seguro, los niños con TEA pueden experimentar
progresos importantes en el ámbito emocional,
siempre que se utilicen estrategias visuales,
corporales y estructuradas que estén adaptadas
a sus necesidades cognitivas y sensoriales.
La coordinación motriz experimentó un
incremento sustancial, con una mejora
promedio de 13,83 puntos y un tamaño del
efecto superior a 3,5, el más alto entre todas las
dimensiones evaluadas. Este hallazgo refuerza
la idea de que los juegos cooperativos, al
incorporar retos físicos compartidos, favorecen
no solo el desarrollo emocional y social, sino
también el mejoramiento de las habilidades
motoras gruesas, tales como el equilibrio, la
orientación espacial y la sincronización de
movimientos. En este estudio, los niños no solo
mejoraron su desempeño físico, sino que
mostraron mayor disposición a participar en
actividades corporales, mayor autonomía en la
ejecución de tareas y mayor confianza en sus
capacidades. Esta evolución resulta clave, ya
que el desarrollo motor está estrechamente
relacionado con la autoestima, la participación
social y la inclusión en dinámicas grupales
(Gillies, 2016). Al sentirse competentes
físicamente, los niños con TEA se mostraron
más abiertos a interactuar, resolver desafíos en
equipo y disfrutar del aprendizaje físico como
una experiencia gratificante y compartida.
En síntesis, los resultados obtenidos permiten
afirmar que el uso de juegos cooperativos en
Educación Física constituye una estrategia
didáctica eficaz, inclusiva y transformadora
para el desarrollo de habilidades
socioemocionales y físicas en niños con TEA.
No solo se registraron mejoras significativas en
cada una de las dimensiones evaluadas, sino que
además se confirmó que dichas mejoras fueron
producto directo de la intervención, tal como lo
demuestra la significancia estadística de los
análisis realizados. Estos hallazgos coinciden
con los aportes de Ainscow (2020) y Tomlinson
(2017), quienes abogan por una educación
centrada en la diversidad, la equidad y la
participación activa de todos los estudiantes. En
este contexto, la Educación Física, cuando se
orienta desde un enfoque cooperativo, se
convierte en un espacio privilegiado para la
formación integral, donde el juego, el cuerpo y
las emociones se articulan en una propuesta