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significa estar presente en el proceso, identificar
momentos críticos, intervenir cuando sea
necesario y ayudar al estudiante a avanzar con
mayor claridad, el monitoreo no es solo mirar,
es actuar con intención pedagógica, y el
acompañamiento no es solo corregir, es
construir junto con el estudiante un camino de
aprendizaje que sea coherente con sus
capacidades, su ritmo y sus posibilidades reales.
Asimismo, la Retroalimentación entendida
como ese momento en que el docente devuelve
al estudiante una lectura crítica y constructiva
de lo que ha hecho, no para sancionar, sino para
orientar, Espinoza (2021), plantea que; una
retroalimentación bien dada es específica, clara,
útil y respetuosa, y tiene el poder de transformar
no solo el trabajo sino la actitud del estudiante
hacia su propio proceso, porque le permite ver
qué ha hecho bien, qué puede mejorar y cómo
hacerlo, generando así un ciclo constante de
mejora donde la evaluación se convierte en
diálogo, en reflexión y en crecimiento. En este
contexto, la evaluación formativa encuentra su
base teórica en la propuesta de David Ausubel
en 1963, quien sostiene que el aprendizaje
significativo ocurre cuando el estudiante logra
relacionar lo nuevo con lo que ya sabe, creando
conexiones que fortalecen su estructura mental
y le permiten comprender con mayor
profundidad lo que aprende. Bajo esta
perspectiva, Según Matienzo (2020), este
aprendizaje se potencia cuando el docente
conoce lo que el estudiante ya maneja,
identifica sus saberes previos y a partir de ahí
construye nuevas experiencias que amplían su
conocimiento, en ese sentido, la evaluación
formativa se convierte en el medio ideal para
aplicar esta teoría, porque al estar centrada en
procesos y no en productos, permite identificar
con claridad esas conexiones que hacen que el
aprendizaje no sea solo memorístico, sino
verdaderamente comprensivo, útil y duradero.
Por otra parte, la metacognición es la capacidad
que tiene una persona para reflexionar sobre su
propio pensamiento y su forma de aprender,
según Molina (2024), esta habilidad no solo
implica saber cómo se estudia, sino ser
consciente de lo que se comprende, de lo que no
se comprende, y de las estrategias que se
utilizan para resolver una tarea o un problema.
A partir de ello, Según Tapia (2021), explica
que las estrategias metacognitivas no son
técnicas aisladas, sino formas de pensar el
aprendizaje de manera intencional, dentro de
estas se incluyen la autoevaluación, la
planificación anticipada, la reflexión sobre lo
que se ha hecho y la modificación de los
métodos si no están funcionando, desarrollar
estas estrategias permite a los estudiantes
enfrentar los desafíos académicos con mayor
confianza. En vista de lo anterior, la
autorregulación del aprendizaje es una de las
manifestaciones más claras de la
metacognición, y se refiere a la capacidad de
planificar, monitorear y ajustar la forma en que
se aprende, según Fraile et al. (2020), el
estudiante puede establecer sus propias metas,
seleccionar las mejores estrategias para
alcanzarlas, observar su progreso y corregir su
camino si es necesario, esta capacidad no es
innata, sino que se desarrolla con el tiempo, con
ayuda, con práctica y sobre todo con espacios
donde el error no se castigue, sino que se
analice, se comprenda y se supere.
Con relación a lo mencionado, Según el modelo
teórico propuesto por Pérez y Gómez (2020), la
metacognición se organiza en dos dimensiones
que se complementan y se refuerzan entre sí, la
primera es el conocimiento metacognitivo, que
se refiere a saber cómo se aprende, qué
estrategias funcionan mejor, cuáles son las
propias fortalezas y debilidades, la segunda es
la regulación metacognitiva, que es la capacidad
de actuar sobre ese conocimiento, es decir,